Todo comenzó allá por los albores de los noventa, concretamente a finales del año 1990, cuando a uno de mis amigos, que vivía justo en el piso de debajo, le regalaron por su cumpleaños una consola de videojuegos, en concreto la Amstrad GX4000. Sí, fue uno de los 15.000 seres humanos que apostaron por esta consola durante su ridícula vida comercial de apenas un año, ya que fue descontinuada en 1991. Yo jamás había visto ni probado una consola, por lo que quedé maravillado ante tan increíble aparato y, durante los meses siguientes, disfruté mucho cada vez que bajaba a casa de mi amigo y poníamos la consola. Solo tuvo dos juegos, un juego de coches llamado Burnin’ Rubber que venía incluido con la consola, y el Copter 271, una suerte de 1942 de Hacendado protagonizado por helicópteros y que nos encantaba porque permitía jugar a dobles simultáneos.
Toda esta chapa sirve para explicar cómo fui conquistado por el fascinante mundo de los videojuegos, de manera que, pasado un tiempo, empecé a decirles a mis padres que yo también quería una consola. Pasaron los meses y al final el mensaje acabó calando, de manera que, para mi Primera Comunión, mi regalo sería una consola. Aquello fue mayo de 1992 y mis padres optaron por regalarme una NES en su edición Super Set, que incluía el multitap para cuatro jugadores (el llamado Four Score), cuatro mandos y el célebre cartucho 3 en 1 formado por la tríada Super Mario Bros., Tetris y Nintendo World Cup. Todavía guardo en mi memoria el momento en el que mi padre logró sintonizar la consola en la televisión y apareció su menú de elección de juego. A partir de ese momento, pude disfrutar a fondo de mi flamante consola y el flechazo fue instantáneo. El Super Mario me parecía excelente, el Tetris era entretenido y desafiante y el Nintendo World Cup me resultaba apasionante y muy divertido.
Por entonces yo no sabía nada de videojuegos, de ahí que no fuese ni consciente de que en poco más de un mes de mi Comunión iba a salir al mercado su sucesora, la Super Nintendo. Esa la conocí más adelante, cuando algunos compañeros del colegio la empezaron a tener. Aunque la anhelé también, me acabé topando con aquella devastadora e implacable sentencia paternal: Si ya tienes una consola, ¿para qué quieres otra? De todas formas, aquello me permitió centrarme al cien por cien en mi NES, ir ampliando poco a poco los juegos, en lo que fue el inicio de mi colección, y conocer más juegos gracias al otrora habitual intercambio de juegos con amigos o las no menos frecuentes visitas al videoclub los fines de semana.
Mi salto posterior a PSX en 1999, que pagué tras ahorrar el dinero necesario, supuso un salto tecnológico en mi vida de amante de los videojuegos. Llegaron las 3D, los gráficos prerrenderizados y los vídeos CG, pero nunca olvidé mi NES. Se fue al pueblo y allí siguió amenizando esas largas tardes de verano durante varios años y, aunque durante un tiempo solo compraba juegos de PSX, llegó la época en la que los juegos de NES estaban prácticamente regalados y aproveché las liquidaciones de un par de videoclubes para llevarme juegos completos por cuatro duros. Más adelante vendrían los foros y las tiendas de segunda mano en aquella época dorada donde los juegos retro eran considerados basura obsoleta y prácticamente se vendían al peso, con lo que pude consolidar y ampliar notablemente mi colección de NES.
No en vano, aunque al final mi colección está formada por juegos de diferentes consolas, las dos que siguen marcando mi trayectoria y vida como aficionados a los videojuegos son la PSX, que fue la consola de mi adolescencia, y la NES, que fue la de mi infancia, siendo las dos para las que más títulos tengo y a las que, como es normal, más juego a lo largo del año.
Y esta es mi historia con la NES. Perdón por el tocho 